LAS DISCUSIONES BIZANTINAS

En mi infancia vivía en una casa de dos pisos, otra familia en los bajos, nosotros arriba. La composición familiar era simétrica; dicho de otro modo, a sólo un tramo de escaleras había un chico más o menos de mi edad, Ulises, con quien jugaba todo el tiempo. Una vez, sin embargo, tuvimos una discusión muy seria: el afirmaba que la placa que dividía nuestras viviendas pertenecía a su familia, toda vez que era el techo de su casa, en tanto yo argüía que era nuestra, pues se trataba del piso de la mía. Una casa puede no tener techo pero necesita un piso, insistía yo. Cuando se mudó, todavía discutíamos.

 En la Lenin nos enzarzábamos en debates acerca de que banda era mejor, si Deep Purple o Led Zeppelin… como la generación que nos precedió hiciera con los Beatles y los Stones. Ninguno de nosotros sabía nada de música: conocíamos de memoria las listas americanas, pero nuestro criterio no pasaba de que es mejor el más rápido o quien suena más fuerte; así, incluso los defensores de Zeppelin consideraban que lo único que servía de su primer disco era Communication breakdown, pues todo lo demás era lento, era blues. Nos graduamos sin que ningún club convenciera al otro, naturalmente. Ahora nos vemos a cada rato en encuentros que organiza una condiscípula entusiasta, y si nos dan el tiempo suficiente, acabamos rompiendo una lanza por nuestra banda favorita.

 Todo fue bien hasta que llegamos a la política, el reino dorado de las discusiones bizantinas. La polémica es esencialmente buena, pero las discusiones bizantinas son estériles. Cualquiera cambia de opinión, pero nadie cede; de cualquier lado se pueden hallar o rearmar argumentos sin fin, pero sólo son válidos los nuestros, en tanto los del contrario están burdamente manipulados y el contrario mismo es un agente, un estúpido, o ambas cosas.

 Pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo, pero al menos el sueño es una actividad placentera. En lo que me atañe, cada vez discuto menos. Total, ellos qué saben…

(4 de marzo 2014)